domingo, 5 de agosto de 2012

Tardes de playa

Siempre está ahí. Siempre estará ahí. En la soledad o en diversa compañía, ella siempre está ahí. Te recibe con una brisa marina, brisa salada que te llena los pulmones de la pureza de la naturaleza. Respiras hondo, pues quieres que llenarte de la paz que reina. Tus ojos descansan al poner la mirada en el horizonte que se funde con el cielo. Te descalzas y tus pies notan la ardiente arena que se mezcla entre los dedos de tus pies. Una vez te aventuras en la arena, dejas atrás tus preocupaciones, tu trabajo y tus malestares donde deben estar: entre los muros urbanos e intoxicados por la tediosa rutina. Ahora, has llegado a un oasis, tu oasis. Dejas tu toalla en el suelo. Te quitas la camiseta y bañas tu cuerpo con la crema solar para que no haya secuelas en tu piel. Sin más dilación, te diriges con parsimonia hacia el agua. Lo haces contemplando las diversas tonalidades de azules, verdes, turquesas y los diversos colores sin nombre. El rugido del mar es leve. Se cuela con timidez en tus oídos. No hay casi olas. No hay casi movimiento, el suficiente para notar la vida, para notar la tranquilidad. Posas tus pies para comprobar el estado del agua: húmeda y mojada, tibia en su finalidad. Te agrada y te sonríes, y te adentras en el mar. La mitad de tu cuerpo lo cubre el agua, la otra mitad la cubre el viento. Caminas y caminas, pues la profundidad es regular, y te vas alejando de tus pertenencias. Poco a poco la temperatura baja, el agua está más fría. Decides darte un chapuzón y todo cuerpo experimenta la frescura del gran azul. Buceas unos instantes, nadas unos minutos y vuelves a la playa. Sales del mar desestabilizado por unas pequeñas piedras que se clavan en tus pies, pero alcanzas tu toalla y reposas en ella mientras oteas el horizontes. El sol baña tu cuerpo al compás del tiempo. Unos niños juegan a lo lejos, unas mujeres dan su paseo o leen sus revistas, los hombres lucen esculturales cuerpos. Y tú, lleno de la tranquilidad del lugar, sigues con la mirada perdida que se posa en una gaviota que vuela. Vuela sin rumbo fijo, vuela en libertad. Es en ese momento cuando te pones filosofo y das cuerda a tus pensamientos. Reflexionas, piensas. Lo haces cara al sol, cara al mar, dejando atrás la ciudad en sus quehaceres. Pasa el tiempo y con ello llega la hora de marcharse, de volver a la realidad, pero cuando llega, tu persona destella calma, paz. Aquella que necesitamos cuando cogemos el coche para ir al trabajo, aquella que se necesita para respirar, para vivir, para
disfrutar. Y, cuando coges el coche, no pones la radio pues aún estás embriagado por tus sueños 
filosóficos, dejas atrás tu descanso, dejas atrás a tu amante, la dejas con la soledad por compañera, 
pero con la esperanza como hermana, como aquella que hay al saber que algún día, sí, algún día, 
algún día cuando seas viejo y no puedas andar, algún día, dentro de mucho tiempo, la verás.

No hay comentarios:

Publicar un comentario